On n’a pas les mêmes codes On n’a pas le même block
The block, the hood, the corner, the spot, the park, the square, the neighborhood, but especially the block. Between all the recurring terms in the slang that allude to the architectural space within urban music, the block has a special meaning. The minimum unit of identity within the homogeneity of 20th-century social housing developments. Je suis dans le notepad, toujours dans le notepad. Linear blocks, bastard geometries, more or less tall towers, or collective housing with barred windows. Different forms for the same perspective of urban developments. Some blocks are characterized by the totalizing precepts of the modern movement and its failures: zoning, high density, absence of services, brick and concrete, a lot of concrete. The shortcomings of standardization led to large urban developments throughout Europe, homogenization, and anonymity contested from urban music, claiming in the first place the block, its block. Toujours dans le block.
Thus, as in La Haine, from the window of a social housing lot, the cinematographic shot shows us the repetition of blocks and more blocks scattered over the view of the city as the music plays. And, twenty-five years later, the same plans are recurrent that show the characteristic anonymity of the repetition ad infinitum of the same urban model. Through the aerial gaze of the drone, we see housing units, blocks projected from the urban planning offices of town halls to be built on the outskirts of their cities. Banlieues, suburbs, outskirts, areas without the same resources as urban centers, well identifiable. The hood. And yet, a tour of different geographies shows us how neighborhoods are mutating, adapting, and transforming to each context's architectural, spatial, and political situations. On n’a pas dans le méme block.
This peripheral condition, the architectural and urban parameters on the built environment, manages to identify each of the following minimum units of identity. The neighborhood, the hood. The postal code, the entrance sign, the a.k.a given by the media, the stigma regarding the center are elements of identity claimed from urban music in the face of the forced anonymity of the modern movement. This is how MHD raps it, enunciating the different postal codes of the Parisian banlieues in his anthem, identifying all of them as part of a peripheral Champions League. Paname c'est the Champions League, fuck if you are pas d'ma team. Or, in the case of Sofiane, selecting emblematic hoods throughout Europe as the backdrop for his videos: from the famous Castellaine in Marseille to the sinuous profile of Bjilmeermer or the low-density housing of Ceico do Porto. And it is that, deep down, as the rapper Dano says, a good part of this culture tries to put its neighborhood, its block on the map through music. And, although luxury cars, diamonds on the neck or the turn towards pop rhythms can blur this condition, Jeniffer López has already said it: Don't be fooled by the rocks that I got I'm still, I'm still Jenny from the block.
The blank, dusty streets and high-rise tower blocks of La Castellane, a council estate in the northern suburbs of Marseille, are what is officially known in French as a quartier difficile, a sensitive zone. Most of the population here are first-and second-generation immigrants. The first wave came originally from Algeria and Morocco, in the Fifties and Sixties, but the inhabitants of La Castellane now come from all other points in the French-speaking world, from sub- Saharan Africa to the Caribbean.
The people in La Castellane have no problem identifying themselves with Marseille, which has always been the toughest and most deprived of French cities. You can make out the bay and old port of Marseille from practically any vantage point in La Castellane and the second generation of immigrants are proud to adopt the distinctive slang and accent of the city as their own. But still almost everybody who lives here refuses point-blank to identify themselves as French.
Andrew Hussey, 2004 The Guardian
En el otoño de 1990, en el barrio del Besòs, en Sant Adrià del Besòs, en el límite casi indistinguible con el barrio del mismo nombre en la capital, el jueves 26 de octubre se desata el motín urbano más importante que ha conocido el país desde la guerra civil y hasta el momento. El desencadenante de aquellos acontecimientos fue la noticia de que el Ayuntamiento de la ciudad y la Generalitat de Catalunya habían decidido iniciar las obras que debían llevar a la construcción de 196 viviendas de promoción pública, en un solar de 13.000 metros cuadrados anexo al barrio —el Solar de la Palmera—, terreno que los vecinos hacía 13 años que reclamaban para equipamientos. El objetivo de la iniciativa inmobiliaria pública era “esponjar” —en realidad derribar— los barrios de Vía Trajana y la Catalana –60 hectáreas edificadas sin calidad alguna–, pero sobre todo el crónicamente conflictivo polígono de la Mina, asentamiento al que fueron a parar las familias desalojadas de los barrios de chabolas del Somorrostro, el Pequín y el Camp de la Bota, que se levantaban en las playas del sur de Barcelona y que fueron demolidos a finales de los años 60. En ese barrio en tantos sentidos maldito vivían, según el padrón de 1991, 10.694 personas –imposible de saber con certeza el número real; en torno a un 25-30 % gitanas– en 2.400 viviendas distribuidas en 21 bloques.
Se hace pertinente aquí consensuar una distinción entre periferiedad, suburbialidad y marginalidad. Las tres cualidades dan cuenta de situaciones urbanísticas consideradas deficitarias y a corregir, pero no significan lo mismo para los urbanistas. En urbanismo, suburbio implica la aplicación de un criterio de grado, puesto que define una unidad territorial con niveles de calidad considerados comparativamente por debajo de los estándares medios tenidos por correctos. En cambio, un barrio periférico lo es al sometérsele a un criterio de distancia no solo física, sino también estructural, respecto de un centro urbano dado con el que mantiene relaciones de subsidariedad y dependencia. La noción de marginalidad, en cambio, no es ni de nivel ni de estructura; no es ni material ni funcional: es ante todo moral, puesto que alude a la condición inaceptable de aquello o aquellos a quienes se aplica. Un barrio marginal no es que esté en la periferia o constituya un suburbio; no está en límite exterior de la ciudad o bordeándola: es que está más allá. No está "abajo" en el orden social, sino fuera de él. Es lo que existe, pero no debiera existir. La cuestión se planteaba, por tanto y de manera explícita, como una operación que un editorial de El País (30.10.90) definía de "reubicación de la marginalidad".
Tanto el Besòs como la Mina eran —y son— barrios periféricos y suburbios que compartían su baja calidad urbanística y constructiva, así como el olvido de que habían sido objeto por parte de las administraciones públicas. Ambos ocupaban —y ocupan todavia— una zona codiciada para el desarrollo de una nueva región metropolitana o, mejor dicho, de la paulatina conexión de los barrios de la desembocadura del rio Besós a la Barcelona metropolitana... No se está hablando sino de la culminación del aplazado Plan de la Ribera, un colosal proyecto que, a finales de los años 1960, planeó la transformación del litoral barcelonés y que pronto se revelaría al servicio de una demanda inmobiliaria y de servicios "de nivel". Se trataba de una operación de desperificación del sudoeste del Besòs, disponiendo la gran entrada a Barcelona desde el Maresme y, en especial construir un gran puerto deportivo para 2.000 amarres y zonas de ocio y comerciales anexas en el litoral (La Vanguardia, 25.1.1991). En el asunto, que se desarrolló de forma más bien turbia, estaban interesadas todas las administraciones, que lo consideraban estratégico, hasta el punto de asumirlo como una auténtica cuestión de estado.
En aquella fase del proceso, el obstáculo inmediato a abatir era la Mina, una especie de pústula infectada de la que urgía liberarse lo antes posible para que los propósitos de reconversión de la costa barcelonesa pudieran llevarse a cabo. Porque la Mina no solo era un barrio periférico y suburbial, sino que, además, aparecía señalado como la concreción en la Gran Barcelona de lo que se entiende que es un barrio marginal, contenedor de vicio, delincuencia y disolución social. Dicho de otro modo, el proyecto de erradicación de la Mina y el traslado de sus vecinos al Besòs implicaba fundir y confundir un barrio marginal —es decir un barrio de marginados— con un barrio de "honrada gente trabajadora", es decir un barrio de clase obrera consolidada e integrada, aunque sea de forma precaria, en el orden de la ciudad. En la jerarquía material pero también simbólica de los espacios, el barrio marginal está en la banda más baja, más todavía que el barrio suburbial o periférico, siempre a punto de precipitarse por el abismo acechante de la desorganización social, un proceso de descomposición parecido al que han padecido, por ejemplo, los territorios que fueron obreros de las periferias urbanas francesas.
Manuel Delgado, 2016 Explotados contra excluidos. Reflexión sobre quinquis, chonis y quillos
In Genoa, Italy, there are tenants who only pay as little as €50 in rent for a small apartment in a social housing estate, but this is only part of the story. They live in a 1970s building complex bundling where they all have to share the energy costs of their significantly inefficient building. These running costs are unreasonable and have been known to reach five times the rent level. The estate is known as Lavatrici, or washing machines in Italian, due to its unique shape, but the local inhabitants call it the monster.